Pável
H. Valer Bellota1
1 Doctor en
Derecho por la Universidad del País Vasco. http://www.pavelvaler.blogspot.com
Es
un poco tarde para recordar: el día 21 de febrero se conmemoró el día
internacional de la lengua materna.
Pero
esta tardanza no es trascendente si de nuestras lenguas maternas se trata.
Porque el idioma es, a la vez, el centro del alma y del cuerpo de la nación, es
la médula misma del pueblo. El idioma que hablamos, y que aprendimos junto con
el beber la leche de nuestras madres, es parte objetiva de nuestras sociedades,
refleja nuestro modo de ser y representa la imagen que hemos hecho del universo
que nos rodea. ¿Chaynachu, icha mana chaynachu?
Sin
garantías jurídicas para hablar nuestro idioma materno, nuestras sociedades
están incompletas y no pueden ser sociedades en las que gobierne la libertad,
sino únicamente esquemas políticos totalitarios que instauran relaciones de
poder cultural y de dominación lingüística. En estos diseños no democráticos,
un solo sector étnico –el que domina la lengua del poder– es privilegiado, y la
mayoría de ciudadanos son desdeñados o desconocidos por el Estado. La
afirmación del derecho a utilizar nuestro propio idioma en ámbitos privados y
públicos es una exigencia ineludible para la construcción de una sociedad
democrática en la que se pueda tener un buen vivir. Nokanchiman sumaq kausay
munay.
Y
justamente la instauración del día de la lengua materna es un reconocimiento
internacional –hecho por UNESCO– a la lucha por la democracia que los
universitarios de Bangladesh, integrantes del Movimiento por la Lengua,
desplegaron para exigir que en su país acabara la dominación colonial y se
reconociera como lengua oficial el Bangalí, idioma materno de la gran mayoría
de personas de ese país. Varios integrantes de este movimiento fueron muertos a
causa de la carga represiva que el Estado colonial desplegó contra una
manifestación pacífica el 21 de febrero de 1952. ¡Akakallaw, wañurachisqa!
Es
que la resistencia contra el colonialismo tiene que ser entendida como una
resistencia a la más absurda de las dominaciones a la que puede ser sometido un
pueblo. Y aunque muchos no queramos reconocerlo o no nos demos cuenta, en
muchas de nuestras formas sociales y nuestras representaciones jurídicas
persiste aun la Colonia. Una de las más eficaces formas de dominación que los
esquemas coloniales impusieron en nuestra América fue el imperialismo cultural
y jurídico: hacernos creer y convencernos que nuestro mundo, todo lo nuestro
cultural, nuestras lenguas, eran lo errado, y que todo lo que viniera de la
metrópoli era lo normal, lo correcto, lo considerado culto. Nuestros idiomas
fueron constituidos, mediante este imperialismo, en idiomas anormales, minoritarios,
rústicos, en expresiones sociales expulsadas del ámbito de la legalidad, a los
que había que borrar para siempre e imponer en su lugar los idiomas “doctos” de
la anciana Europa.
Se
trataba, en el esquema colonial, de acabar con nuestra conciencia de grupo, de
hacernos desaparecer en nuestra propia memoria: que nos olvidemos de nosotros
mismos y que olvidemos nuestros propios idiomas. La reprobación de la
autoconciencia
cultural tawantinsuyana buscaba acabar con el concepto
racional y el sentimiento de cariño que nos permitía participar en nuestro
grupo lingüístico originario. Este modelo inmoral de desconocimiento fue
legitimado por el sistema político colonial, y en el periodo republicano fue
replicado por las formas jurídicas que prohibieron prácticamente que pudiéramos
hablar en el mundo legalmente construido y ser parte de nuestra asociación
cultural originaria de manera consciente y libre. La castellanización de
nuestras sociedades autóctonas es todavía, en la actualidad, una parte
elemental de ese diseño colonial de dominación.
Como
nada dura para siempre, las representaciones ideológicas coloniales, que chocan
claramente contra la libertad y la racionalidad, han entrado en su decadencia
última. Las luchas de los pueblos vienen ampliando paulatinamente los derechos
de los pueblos y han dado lugar al desarrollo de los derechos humanos
individuales. Junto a ellos han surgido los derechos colectivos: esos de los
que son titulares las sociedades, los grupos humanos como conjuntos culturales.
Estos derechos de los pueblos propician y hacen posible el disfrute de los
derechos individuales, son en última instancia el presupuesto de la buena vida
y la libertad. Una porción de esos nuevos derechos son los derechos
lingüísticos.
Desde
un punto de vista ético, ya no es posible sostener que un grupo cultural tiene
más derecho que otro a utilizar su lengua, difundirla y hacerla subsistir.
Tampoco es jurídicamente posible sostener que diferentes lenguas que se hablan
en un país tienen un valor diferente. Por el contrario, toda lengua es parte
del patrimonio común de la humanidad, cada uno de los idiomas del mundo es
fruto de miles de años de creación humana, y cada vez que se extingue un idioma
nuestro patrimonio cultural común se hace más pequeño. Aniquilar un idioma es
tan grave como incendiar y convertir a cenizas un museo, o condenar a la
inexistencia a una nación entera.
La
extinción de los idiomas debido a la dominación cultural, y a causa de la
injusticia lingüística, debe ser proscrita por ley. Los derechos lingüísticos
deben ser reconocidos jurídicamente de manera formal por las legislaciones
nacionales. En este sentido la UNESCO aprobó en junio de 1996 la Declaración
Universal de Derechos Lingüísticos que reconoce derechos a las comunidades
lingüísticas. Esta Declaración establece que todas las lenguas tienen igual
valor por ser la expresión de una identidad colectiva y de una manera distinta
de percibir y describir la realidad. Por ello, en un contexto democrático, el
Estado debe dotar a todas las comunidades lingüísticas de las condiciones
necesarias para su desarrollo. Toda persona tiene derecho, por ejemplo, a
relacionarse y a ser atendido en su propia lengua por los servicios públicos o
administrativos.
Debido
a la subsistencia del colonialismo en nuestra cultura jurídica, y tal vez por
haber sido promulgada antes de la Declaración, la Constitución peruana
de 1993 no contempla a plenitud estos derechos. Por el contrario, impone el
castellano como idioma oficial para su uso en todo el Perú, y restringe la
utilización, “en las zonas donde predominen”, del “Quechua, el Aymara
y las demás lenguas aborígenes, según la ley”. Esta disposición
constitucional tendrá que ser revisada oportunamente para hacerla compatible
con el nuevo sentido común sobre el reconocimiento pleno de nuestra pluralidad
lingüística.
En
julio de 2011 se publicó la ley 29735 que detalla los alcances del artículo 48
de la Constitución, y declara de interés nacional “el uso, preservación,
desarrollo, recuperación, fomento y difusión de las lenguas originarias del
Perú”. Esta norma hace un listado de los derechos lingüísticos
individuales; entre otros: el derecho a ser
reconocido como miembro de una comunidad lingüística,
al uso en público y privado de la lengua, a ser atendido por el Estado en la
lengua materna y gozar de servicios de traducción simultánea, a la educación en
la lengua originaria y al aprendizaje del castellano.
En
cuanto a los derechos lingüísticos colectivos, esta ley únicamente establece
algunos medios de actuación del Estado para promocionar los derechos de las
comunidades lingüísticas: la elaboración por el Ministerio de Educación del Mapa
Etnolingüístico del Perú, como herramienta de planificación; el
establecimiento de los criterios cualitativos y cuantitativos para determinar
el carácter predominante de una lengua originaria en un ámbito geopolítico
determinado; la creación del Registro Nacional de Lenguas Originarias; y
la política estatal respecto a las lenguas en erosión y peligro de extinción.
Dicha
ley no es la primera que se ocupa de las lenguas originarias del Perú,
anteriormente lo hicieron el Decreto Ley 21156 que reconoce el Quechua como
lengua oficial de la República (en 1975), y la Ley 28106 de Reconocimiento,
Preservación, Fomento y Difusión de las Lenguas Aborígenes (en 2003) .
Estas normas derogadas casi nunca fueron aplicadas mediante políticas públicas
específicas y coherentes. La misma suerte corrió durante un buen tiempo la ley
27818 que ordena la educación bilingüe intercultural, aunque actualmente desde
algunos organismos del Estado se viene intentando su implementación.
La
ley de lenguas originarias vigente tiene la debilidad de haber sido promulgada
bajo una norma constitucional que restringe los derechos lingüísticos e impone
el castellano como lengua oficial, pero es también la ley de mayor contenido y
detalle que se ha promulgado hasta ahora en Perú. Actualmente el Ministerio de
Cultura y el Ministerio de Educación vienen elaborando el reglamento de la ley
29735, que tendrá que ser materia de consulta previa a los pueblos originarios
antes de su promulgación. Queda también la tarea pendiente a los gobiernos
regionales de elaborar las ordenanzas que permitan la mejor aplicación y el
desarrollo de los derechos lingüísticos en sus territorios.
Se debe reconocer que estas normas jurídicas surgen de una
realidad social que ha heredado muchos de los esquemas de dominación cultural
de la Colonia, pero son también herramientas que inicialmente pueden servir
para ayudar a emanciparnos de esos esquemas injustos, inmorales y
antidemocráticos. Son normas que deben mejorarse y aplicarse de manera urgente:
varios estudios indican que durante este siglo podrían extinguirse el 80% de
las lenguas del mundo, y sin ir muy lejos: en Cusco, la ciudad abuela de América,
desde 1990 menos del 50% de los padres transmitió su lengua originaria –el
quechua o runasimi– a sus hijos. ¡Apuraylla ruwasun!
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